domingo, 16 de junio de 2013

SOBRE EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER


EL CUBO DE LECTURA BPP

SOBRE EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER

 (15 DE NOVIEMBRE DE 2013)


La Colombia violenta irrumpe en algunas páginas de esta novela, una época de zozobra, el espejo de lo que somos, ¿cómo ignorarlo? La historia se repite incansablemente, estamos condenados, imposibilitados para olvidar. Juan Gabriel Vásquez, documenta de manera íntima y novelesca un pasado colombiano lúgubre. La búsqueda del pasado que complementa el presente de un personaje trastornado  a consecuencia de la muerte de un amigo. La pregunta de sí mismo se resuelve en parte a través de otros, la necesidad de volver al pasado infinidad de veces con el objetivo, con la necesidad de contar, de decir algo.

 
Lo simple, lo predecible aparece como conjetura, ¿será posible que lo que pensamos al inicio se convierta en el final? Juan Gabriel Vásquez, carece de un estilo característico, es decir, que lo diferencie de los demás, o mejor aún, ¿el parecerse a los otros es su estilo? Estas inquietudes llenan el aire. Acostumbrados a otros estilos, no hemos podido maravillarnos, sin embargo, hay momentos maravillosos en estas páginas, quisiéramos que fueran más, pero la vida nos niega ese placer por ahora. Este libro está cargado de un estilo impersonal, poco característico en este autor. Nos sumergimos en la sociedad bogotana con los detalles del libro, La Dorada, el calor y el frío que circundan estas dos ciudades, las gentes y sus costumbres… decidimos tomar una ducha y continuar la conversación luego…

 
Inmersos en el bullicio, transitamos descuidados frente a los ruidos que nos definen. Al escuchar los recuerdos fallecemos entre ellos, “en el fatigoso oficio de la memoria” p.244. Ese ruido nos impide ver a los otros, nos convertimos en seres egoístas, distantes, tanto, que ni los hijos importan, esos que en principio son extraños, pero que terminamos amando como si los conociéramos de toda la vida. Ruidos que rememoran momentos, personas, y  generan sosiego. Dos bolas de billar  al chocar, las tizas azules al frotarse sobre las puntas de cuero viejo invocan a Laverde; personaje enigmático, pero atrayente, como todo aquel que esconde su pasado e ignora a quienes intentan escrutarlo desvergonzadamente.

 
El ruido de las cosas nos inquieta, sucumbimos entre palabras y ficciones, nos preguntamos si todo esto es real o no. ¿Laverde es un personaje que caminó entre las paredes de la Candelaria? ¿O es únicamente ficción? ¿Quisiéramos preguntarle a Juan Gabriel V, si las cartas de Elena pertenecieron a alguien, a otra Elena…o a otra Maya que decidió quedarse cerca al Magdalena acompañada de miles de abejas y dudas “hoy no quiero dormir sola” diría Maya. Huyendo de nosotros mismos terminamos solos, o acaso Antonio no huye y por el contrario su búsqueda lo acerca aún más; pero cuando dos personas que huyen de si, se encuentran… ¿Para qué indagar por el padre que murió hace 20 años y que inesperadamente está vivo y luego está muerto? ¿Tantas mentiras, para qué, cuál es la verdad, o acaso no hay verdad? Maya se aferra a sus recuerdos, a las cartas de su madre, a las noticias de la muerte, a la cinta que une la vida y muerte de tres personas, unidos todos por el ruido de las cosas que caen, el miedo de saber que el avión no llegará a su destino.

 

Nos preocupa el tono, lo poco desparpajado para hablar sobre el narcotráfico, o acaso nos acostumbramos a los relatos exacerbados, a la sangre, a la muerte que aducimos a una época en que el ruido de las bombas nos desvelaba, o somos otros y queremos olvidar los muertos, el olor a carne quemada, el ruido de los niños llorando, de la mirada perdida, el miedo al ruido de las cosas.

 

¿Cuándo olvidamos querer a los otros? “Supe que nunca volvería a querer a nadie como quise a Leticia en ese instante, que nadie nunca  sería para mí lo que allí fue esa recién llegada, esa completa desconocida.” p. 65. ¿Cuándo nos volvimos egoístas, o siempre lo fuimos? Antón termina siendo para nosotros contradictorio, es el reflejo de lo que somos, ambivalentes, llenos de máscaras (las máscaras son necesarias, alguien comenta), creo que afuera hay personas que no llevan mascaras. Me gustan las máscaras de ojos grandes, que no tienen bocas, intento leer sus ojos e imaginar su voz, detrás de la máscara sin boca hay una voz, el ruido de la máscara me despierta y recuerdo que Antón tiene una cicatriz en su cuerpo que lo llena de miedo;  el padre de Laverde llevaba una en la cara, una máscara que no se puede quitar, mascara de dolor, recuerdo en que fallecemos.