lunes, 30 de septiembre de 2013

SOBRE "EL HUEVO" DE SHERWOOD ANDERSON


SOBRE “EL HUEVO” DE SHERWOOD ANDERSON
(1876 Camden – 1941 Colón)
28 DE SEPTIEMBRE DE 2013

Sherwood Anderson para muchos es un desconocido, debido en parte a que el éxito de William Faulkner lo opacó, también su estilo, que aunque realista tocó temas escabrosos para la época, como la sexualidad adolescente, al igual que su determinación de escribir por fuera de lo que él llamó un “argumento tramposo”, esa escuela de cuentos con finales inesperados, heredada en parte por Edgar Allan Poe y ratificada por uno de los mejores cuentistas norteamericanos de la época, el reconocido O. Henry.





En “El Huevo”, Anderson responde a una inquietud, la industrialización norteamericana evoca una discusión moral importante, la idea de acumular éxito, riquezas, bienes, configura el ideario Norteamericano, es decir, el sueño americano reza “se es más feliz en cuanto más riquezas acumules”. En este cuento la zozobra cae sobre quienes despojados del hálito de poseer resultan invadidos por un aire desmesurado de prosperar.


Dejando por un momento “El Huevo”; en el libro “Cuentos Reunidos de Sherwood Anderson, encontramos algunos cuentos que tienen como eje los caballos “Quiero Saber Por Qué” es uno de los cuentos más conocidos de Anderson, en el cual un joven que disfruta de las carreras de caballos, vibra con estar en las caballerizas, siente en su interior la energía del triunfo, el éxtasis de la carrera, sobreponiéndose a la negativa de sus padres, haciendo parte del ritual que está detrás de las carreras de caballos. 



Sherwood Anderson


Álvaro Mutis irrumpe en la escena, su muerte nos acompaña, la atmosfera está cargada con la lejanía de su muerte, pero con la cercanía de sus novelas, su poesía, Maqroll el Gaviero, L'Ultimo Scalo Del Tramp Steamer y aquella novela suya llevada al cine en 1996  “Ilona llega con la Lluvia”. O el libro de poemas que nos recuerda Víctor Zuloaga “Caravansary publicado en 1981. Creo que hay que leer a Mutis, como hay que hacerlo con Gabriel García Márquez, o Santiago Gamboa, Mario Mendoza, Juan Gabriel Vásquez, Germán Espinosa y tantos otros escritores colombianos, que relegamos al olvido, que han dejado de ser novedosos, que no figuran en los medios de comunicación.

Pero volviendo a Sherwood Anderson y conversando sobre su estilo y la crítica que hacía sobre los finales inesperados, coincidimos en que un buen final es necesario en un cuento o una novela, un buen final casi siempre es inesperado, ya que si lo dedujéramos con anticipación, el cuento dejaría de ser interesante. En el cine comercial actual, hay muchos ejemplos de finales esperados, finales que carecen de sorpresa, pero que el público añora en su afán de entretenerse.


En “El Huevo” el peso de la historia radica en el drama de no poder conseguir la prosperidad, el éxito, algo que ironiza Sherwood todo el tiempo, pero que lleva la historia a un final que pocos imaginamos y que llena de dramatismo un cuento desasosegado desde el inicio.





 Raymond Carver llega a la mesa en la voz de Aldemar, y es que este escritor norteamericano es uno de los más importantes de Estados Unidos, junto con los ya mencionados. Si intentamos hablar de finales inesperados, es posible que con Carver lleguemos a un extremo y es el de los finales desconcertantes. Debemos añadirlo a nuestra lista de conversaciones, espero que el tiempo nos alcance para leer algunos de sus cuentos en el club.

martes, 17 de septiembre de 2013

SOBRE HERNÁN CASCIARI


 


SOBRE ALGUNAS COSAS Y HERNÁN CASCIARI

Releer un libro, algunas veces se convierte en una experiencia atrayente, después de diez años hemos cambiado tanto que, personajes y situaciones no son lo mismo. Esas lágrimas que acompañaron las Uvas de la Ira de Steinbeck, ahora ya no surgen, sin embargo, me doy cuenta que no recordaba las descripciones del viaje de Tom de regreso a casa, el insecto dentro de la cabina, el calor, su ropa nueva.


Lo mismo ocurre con El perseguidor de Julio Cortázar, cobra un matiz diferente, ahora percibo más claramente la escena, la personalidad de Jhony, el lugar donde vive, esa manera de tocar el saxo adelantado o atrasado, no sé, en el tiempo. Se me aclara un poco más a quien persigue Jhony, que echarle mantequilla al pan no es eso, es otra cosa. Siento, o mejor, necesito leerlo varias veces en mí vida y estoy seguro que cada vez que esto suceda será otro, otro Jhony que siempre es el mismo.
 

Pero la pregunta con la que debe iniciar esta reseña es ¿Qué libro recomendarías? Más que un libro, creo que hay que recomendar autores, máxime cuando la idea de libro se viene transformando lentamente. No puedo dejar de pensar en algunos autores que he leído y me fascinan, sin embargo, creo que debo hablar de quien estoy leyendo ahora. Quisiera impulsar un poco la lectura de este autor que nos visitará pronto y que dada mi cercana relación con la fatalidad disfruto leer.








Piensen en que algunos seguimos amando el olor del libro, las páginas rotas, las notas entre líneas, los subrayados a lápiz, y que Hernán Casciari nos da dos bofetadas, nos escupe y se ríe de nosotros, el libro impreso ya no es necesario gracias a la Internet, a Casciari que es editor de sus propios textos, a que se sobrepone al asunto moral de poseer, de acumular cosas. Queremos que más lectores lean a Casciari, pero a él lo tiene sin cuidado. Resulta un poco paradójico que sus libros no se consigan en esta ciudad, pero si que podamos escuchar más de 140 relatos suyos si escribimos en Youtube el nombre Hernán Casciari, o leer 13 títulos completos de la revista Orsai (de más de 150 páginas cada una), o cuatro de sus libros  con sólo teclear su nombre.

 
Es posible que embebido entre autores clásicos haya terminado por desacostumbrarme al ritmo acelerado de la tecnología. No veo muchos noticieros porque me alucina la imagen desaprovechada, las palabras vacías, me he convertido en una estadística, soy de los muchos que sucumben a posar sus ojos en el video más visto en Youtube, no puedo escapar.






Pero sigo siendo un romántico y en esto Casciari me alienta, a esperar el momento en que se vendan viajes soñados, sueños de otros remasterizados. Espero que un hombre de clase media baja haya dejado un sueño a medias, una excursión a la China o el Machu Picchu. Un pequeño viaje donde pueda pagar para escuchar a una china cantar - como en Hotel Peking de Santiago Gamboa -, en un idioma que no es el mío, pero que espero entender, como lo hago todos los días cuando miro los ojos de mi hija y sé que es un poco más madura, sabia y aprendo a ser mejor padre leyéndola.

 
Me he convertido en un cursi, sin embargo Casciari se adapta a todo esto, sus cuentos están en la web como un regalo, ha logrado un movimiento cultural alrededor de Orsai – Su revista – de tal envergadura que ahora muchos escritores hacen cola para escribir en ella, ha saltado las lindes de la publicidad, se debe a él y sus lectores. Por eso siento que es un deber soñar junto a él, imaginar.






Mencionaré solo algunos cuentos que aparecen en “El Nuevo Paraíso de los Tontos”, por ejemplo: dos amigos se encuentran después de 20 años gracias al facebook y recuerdan esa época en que para saber algunas intimidades de las mujeres tenían que pasar 3 o 4 citas, ahora hasta el estado de ánimo es un emoticón que te permite conquistarlas más fácil, lo mejor es enamorarse de mujeres a las que no les guste la tecnología, mujeres analógicas; o historias que buscan cuestionar los medios como “La noticia no es el perro”, antes un perro que mordiese un hombre no era noticia, la noticia era el hombre que mordía el perro, ahora es el número de idiotas que vemos el video en Youtube del hombre mordiendo el perro. Lo verdaderamente importante es el número de Youtubes, sin importar el contenido, si es doña Gloria, el gato cuidando el pollito, la marrana alimentando al perro, o la viejita golpeada por el SMAD. Los cuentos de Hernán hablan entre líneas desde la banalidad y nos sorprende, porque ha logrado entender la industria de la comunicación, la inmediatez y se ha sobrepuesto a ella. Él habla de casualidad, pero creo que se necesita mucho más que casualidad para montar una industria cultural en un mundo en crisis, se necesita de amigos, millones de amigos en el mundo, miles que desean escapar a la estadística, que son críticos, que evitan sucumbir a la desazón del mundo, desean estar Orsai, fuera del juego.

 John William Jaramillo T.

martes, 6 de agosto de 2013

DEVANEO Y EMBRIAGUEZ DE UNA MUCHACHA. CLARICE LISPECTOR











DEVANEO Y EMBRIAGUEZ DE UNA MUCHACHA

CLARICE LISPECTOR (BRASIL)

Le parecía que por la habitación se cruzaban los autobuses eléctricos, estremeciendo su imagen reflejada. Estaba peinándose lentamente frente al tocador de tres espejos, los brazos blancos y fuertes se erizaban en el frescor de la tarde. Los ojos no se abandonaban, los espejos vibraban ora oscuros, ora luminosos. Allá afuera, desde una ventana más alta, cayó a la calle una cosa pesada y fofa. Si los niños y el marido estuvieran en casa, se le habría ocurrido la idea de que se debía a un descuido de ellos. Los ojos no se despegaban de la imagen, el peine trabajaba meditativo, la bata abierta dejaba asomar en los espejos los senos entrecortados de varias muchachas.


«¡La Noche!», gritó el voceador al viento blando de la calle del Riachuelo, y algo presagiado se estremeció. Dejó el peine en el tocador, cantó absorta; «¡Quién vio al gorrioncito... pasó por la ventana... voló más allá del Miño!», pero, colérica, se cerró en sí misma dura como un abanico.

Se acostó; se abanicaba impaciente con el diario que susurraba en la habitación. Tomó el pañuelo, trató de estrujar el bordado áspero con los dedos enrojecidos. Comenzó a abanicarse nuevamente, casi sonriendo. Ay, ay, suspiró riendo. Tuvo la imagen de su sonrisa clara de muchacha todavía joven, y sonrió aún más cerrando los ojos, abanicándose más profundamente. Ay, ay, venía de la calle como una mariposa.
«Buenos días, ¿sabes quién me vino a buscar a casa?», pensó como tema posible e interesante de conversación. «Pues no sé, ¿quién?», le preguntaron con una sonrisa galanteadora unos ojos tristes en una de esas caras pálidas que a cierta gente le hacen tanto mal. «María Quiteria, ¡hombre!», respondió alegremente, con la mano en el costado. «Si me lo permites, ¿quién es esa muchacha?», insistió galante, pero ahora sin rostro. «Tú», cortó ella con leve rencor la conversación, qué aburrimiento.


Ay, qué cuarto agradable, ella se abanicaba en el Brasil. El sol, preso de las persianas, temblaba en la pared como una guitarra. La calle del Riachuelo se sacudía bajo el peso cansado de los autobuses eléctricos que venían de la calle Mem de Sá. Ella escuchaba curiosa y aburrida el estremecimiento de la vitrina en la sala de visita. De impaciencia, se dio el cuerpo de bruces, y mientras tironeaba con amor los dedos de los pies pequeñitos, esperaba su próximo pensamiento con los ojos abiertos. «Quien encontró, buscó», dijo en forma de refrán rimado, lo que siempre le parecía una verdad. Hasta que se durmió con la boca abierta, la baba humedeciéndole la almohada.

Despertó cuando el marido ya había vuelto del trabajo y entró en la habitación. No quiso comer ni salir de sus ensoñaciones, y se durmió de nuevo; el hombre que se las arreglara con las sobras del almuerzo.

Y ya que los hijos estaban en la finca de las tías, en Jacarepaguá, ella aprovechó para amanecer rara; confusa y leve en la cama, uno de esos caprichos, ¡no se sabe por qué! El marido apareció ya vestido y ella no sabía qué había hecho para su desayuno; ni siquiera le miró el traje, si había o no que cepillarlo, poco le importaba si hoy era el día en que se ocupaba de negocios en la ciudad. Pero cuando él se inclinó para besarla, su levedad crepitó como una hoja seca.

—¡Vete!
—¿Qué tienes? —le preguntó el hombre, atónito, ensayando inmediatamente una caricia más eficaz.
Obstinada, ella no sabía responder, estaba tan tonta y principesca que no había siquiera dónde buscarle una respuesta.
—¡Cuidado con molestarme! ¡No vengas a rondarme como un gato viejo!
Él pareció pensarlo mejor y aclaró;
—Muchacha, estás enferma.

Ella lo aceptó, sorprendida, lisonjeada. Durante todo el día se quedó en la cama, escuchando la casa tan silenciosa, sin el bullicio de los niños, sin el hombre que hoy comería en la ciudad. Durante todo el día se quedó en la cama. Su cólera era tenue, ardiente. Sólo se levantaba para ir al baño, de donde volvía noble, ofendida.



La mañana se volvió una larga tarde inflada que se volvió noche sin fin, amaneciendo inocente por toda la casa.


Ella todavía estaba en la cama, tranquila, improvisada. Ella amaba... Estaba amando previamente al hombre que un día iba a amar. Quién sabe, eso a veces sucedía, y sin culpas ni dolores para ninguno de los dos. Allí estaba en la cama, pensando, pensando, casi riendo como ante un folletín. Pensando, pensando. ¿En qué? No lo sabía. Y así se dejó estar.


De un momento a otro, con rabia, se puso de pie. Pero en la flaqueza del primer instante parecía loca y delicada en la habitación que daba vueltas, daba vueltas hasta que ella consiguió a ciegas acostarse otra vez en la cama, sorprendida de que tal vez fuera verdad. «¡Oh, mujer, mira que si de verdad enfermas!», se dijo, desconfiada. Se llevó la mano a la frente para ver si tenía fiebre.


Esa noche, hasta que se durmió, fantaseó, fantaseó, ¿cuánto tiempo?, hasta que cayó, adormecida, roncando con el marido.
Despertó con el día avanzado, las patatas por pelar, los niños que regresarían por la tarde de casa de las tías, ¡ay, me he faltado al respeto!, día de lavar ropa y zurcir calcetines, ¡ay, qué haragana me saliste!, se censuró curiosa y satisfecha, ir de compras, no olvidar el pescado, el día avanzado, la mañana presurosa de sol.


Pero el sábado por la noche fueron a la tasca de la plaza Tiradentes, atendiendo a la invitación de un comerciante muy próspero, ella con el vestido nuevo que, aunque no demasiado adornado, era de muy buena tela, de esas que iban a durar toda la vida. El sábado por la noche, embriagada en la plaza Tiradentes, embriagada pero con el marido a su lado para protegerla, y ella ceremoniosa frente al otro hombre mucho más fino y rico, procurando darle conversación, porque ella no era ninguna charlatana de aldea y había vivido en la capital. Pero borracha a más no poder.


Y si su marido no estaba borracho era porque no quería faltarle al respeto al comerciante y, lleno de empeño y humildad, le dejaba al otro el cantar del gallo. Lo que quedaba bien para esa ocasión tan distinguida, pero le daba, al mismo tiempo, muchos deseos de reír. ¡Y desprecio! ¡Miraba al marido con su traje nuevo y le hacía una gracia! Borracha a más no poder, pero sin perder el brío de muchachita. Y el vino verde se le derramaba por el cuerpo.


Y cuando estaba embriagada, como en una abundante comida de domingo, todo lo que por la propia naturaleza está separado —olor a aceite en un lado, hombre en otro, sopa en un lado, camarero en el otro— se unía raramente por la propia naturaleza, y todo no pasaba de ser una sinvergonzonería solamente, una bellaquería.


Y si estaban brillantes y duros los ojos, si sus gestos eran etapas difíciles hasta conseguir finalmente alcanzar el palillero, en verdad por dentro estaba hasta muy bien, era una nube plena trasladándose sin esfuerzo. Los labios ensanchados y los dientes blancos, y el vino hinchándola. Y aquella vanidad de estar embriagada facilitándole un gran desdén por todo, tornándola madura y redonda como una gran vaca.


Naturalmente que ella conversaba. Porque no le faltaban temas ni habilidad. Pero las palabras que una persona pronunciaba cuando estaba embriagada eran como si estuvieran preñadas; palabras sólo en la boca, que poco tenían que ver con el centro secreto que era como una gravidez. Ay, qué rara estaba. El sábado por la noche el alma diaria estaba perdida, y qué bueno era perderla, y como recuerdo de los otros días apenas quedaban las manos pequeñas tan maltratadas, y ahora ella con los codos sobre el mantel de la mesa a cuadros rojos y blancos, como sobre una mesa de juego, profundamente lanzada a una vida baja y convulsionante. ¿Y esta carcajada? Esa carcajada que le estaba saliendo misteriosamente de una garganta llena y blanca, en respuesta a la delicadeza del comerciante, carcajada venida de las profundidades de aquel sueño, y de la profundidad de aquella seguridad de quien tiene un cuerpo. Su carne blanca estaba dulce como la de una langosta, las piernas de una langosta viva moviéndose lentamente en el aire. Y aquella pequeña maldad de quien tiene un cuerpo.


Conversaba, y escuchaba con curiosidad lo que ella misma estaba respondiendo al comerciante próspero que en tan buena hora los invitaba y pagaba la comida. Escuchaba intrigada y deslumbrada lo que ella misma estaba respondiendo; lo que dijera en ese estado valdría para el futuro como augurio (ahora ya no era una langosta, era un duro signo; escorpión. Porque había nacido en noviembre).


Un reflector que mientras se duerme recorre la madrugada; tal era su embriaguez errando por las alturas.


Al mismo tiempo, ¡qué sensibilidad!, ¡pero qué sensibilidad!, cuando miraba el cuadro tan bien pintado del restaurante, de inmediato le nacía la sensibilidad artística. Nadie podría sacarle la idea de que había nacido para otras cosas. A ella siempre le gustaron las obras de arte.


¡Pero qué sensibilidad!, ahora ya no a causa del cuadro de uvas y peras y pescado muerto brillando en las escamas. Su sensibilidad la molestaba sin serle dolorosa, como una uña rota. Y siquiera podría permitirse el lujo de volverse aún más sensible, podría ir más adelante todavía; porque estaba protegida por una situación, protegida como toda la gente que había alcanzado una posición en la vida. Como una persona a quien le impiden tener su propia desgracia. Ay, qué infeliz soy, madre mía. Si quisiera aún podría echar más vino en su cuerpo y, protegida por la posición que había alcanzado en la vida, emborracharse todavía más, siempre y cuando no perdiera la fuerza. Y así, más borracha aún, recorría con los ojos el restaurante, y qué desprecio sentía por las personas secas del restaurante, ningún hombre que fuese un hombre de verdad, que fuese realmente triste. Qué desprecio por las personas secas del restaurante, mientras ella estaba gorda y pesada, generosa a más no poder. Y todos tan distantes en el restaurante, separados uno del otro como si jamás uno pudiera hablar con el otro. Cada uno para sí, y Dios para todos.
Sus ojos se fijaron de nuevo en aquella muchacha que ya, de entrada, le hiciera subir la mostaza a la nariz. De entrada la había visto, sentada a una mesa con su hombre, toda llena de sombreros y adornos, rubia como un escudo falso, toda santurrona y fina —¡qué bonito sombrero tenía!—, seguro que ni siquiera estaba casada, y ponía esa cara de santa. Y con su bonito sombrero bien puesto. ¡Pues que le aprovechara bien la santidad!, ¡y que no se le cayera la aristocracia en la sopa! Las más santitas eran las que estaban más llenas de desvergüenza. Y el camarero, el gran estúpido, sirviéndola lleno de atenciones, el ladino; y el hombre amarillo que la acompañaba haciendo la vista gorda. Y la santurrona muy envanecida de su sombrero, muy modesta por su cinturita pequeña, seguro que ni siquiera era capaz de parirle un hijo a su hombre. Claro que ella no tenía nada que ver con eso, por cierto; pero de entrada le habían dado ganas de llenarle esa cara de santa rubia de unos buenos sopapos, junto con la aristocracia del sombrero. Que ni siquiera era rolliza, porque era plana de pecho. Van a ver que con todos sus sombreros, no dejaba de ser una verdulera haciéndose pasar por gran dama.
Oh, estaba muy humillada por haber ido a la tasca sin sombrero, ahora la cabeza le parecía desnuda. Y la otra, con sus aires de señora, haciéndose pasar por delicada. ¡Bien sé lo que te falta, damisela, y a tu hombre amarillo! Y si piensas que te envidio tu pecho plano, puedes ir sabiendo que no me importa nada, que me río de tus sombreros. A desvergonzadas como tú, haciéndose las importantes, yo las lleno de sopapos.


En su sagrada cólera, extendió con dificultad la mano y tomó un palillo.
Pero finalmente la dificultad de llegar a casa desapareció; se movía ahora dentro de la realidad familiar de su habitación, sentada en el borde de la cama con la chinela balanceándose en el pie.


Y cuando entrecerró los ojos nublados, todo quedó de carne, el pie de la cama de carne, la ventana de carne, en la silla el traje de carne que el marido había arrojado, y todo, casi, le producía dolor. Y ella cada vez más grande, vacilante, temblorosa, gigantesca. Si consiguiera llegar más cerca de sí misma se vería más grande. Cada brazo podría ser recorrido por una persona, en la ignorancia de que se trataba de un brazo, y en cada ojo podría sumergirse y nadar sin saber que era un ojo. Y alrededor doliendo todo, un poco. Las cosas estaban hechas de carne con neuralgia. Había sido el frío que cogió al salir del restaurante.


Estaba sentada en la cama, tranquila, escéptica.
Y eso todavía no era nada. Que en ese momento le estaban sucediendo cosas que sólo más tarde le irían realmente a doler mucho; cuando ella volviera a su tamaño corriente, el cuerpo anestesiado estaría despertándose, latiendo, y ella iba a pagar por las comilonas y los vinos.


Entonces, ya que eso terminaría por suceder, tanto se me hace abrir ahora mismo los ojos, lo hizo, y todo quedó más pequeño y más nítido, pero sin ningún dolor. Todo, en el fondo, estaba igual, sólo que menor y familiar. Estaba sentada, bien tiesa, en su cama, el estómago muy lleno, absorta, resignada, con la delicadeza de quien espera sentado que otro despierte. «Te atiborraste de comida, ahora a pagar el pato», se dijo melancólica, mirándose los dedos blancos del pie. Miraba alrededor, paciente, obediente. Ay, palabras, palabras, objetos de habitación alineados en orden de palabras formando aquellas frases turbias y aburridas, que quien sepa leer, leerá. Aburrimiento, aburrimiento, ay, qué fastidio. Qué pesadez. En fin, que sea lo que Dios quiera. Qué es lo que se habría de hacer. Ay, me da una cosa tan rara que ni sé siquiera cómo explicarla. En fin, que sea lo que Dios quiera. ¡Y pensar que se había divertido tanto esta noche!, ¡y pensar que había sido tan lindo todo, tan a su gusto el restaurante, ella sentada tan fina a la mesa! ¡Mesa!, le gritó el mundo. Pero ella ni siquiera respondió, alzando los hombros en un gesto de disgusto, importunada, ¡que no me vengan a fastidiar con cariños!, desilusionada, resignada, harta de comida, casada, contenta, con una vaga náusea.
Fue en aquel instante cuando quedó sorda; le faltó un sentido. Envió a la oreja una palmada con la mano abierta, con lo que sólo consiguió un mayor trastorno; el oído se le llenó de un rumor de ascensor, la vida de repente se hizo sonora y aumentaba en los menores movimientos. Una de dos: estaba sorda o escuchaba demasiado (reaccionó a esta nueva solicitud con una sensación maliciosa e incómoda, con un suspiro de saciedad). Que los parta un rayo, dijo suavemente, aniquilada.


«Y cuando en el restaurante...», recordó de repente. Cuando estuvo en el restaurante, el protector de su marido le había arrimado un pie al suyo debajo de la mesa, y por encima de la mesa estaba la cara de él. ¿Porque se había callado, o había sido a propósito? El diablo. Una persona que, para decir la verdad, era muy interesante. Se encogió de hombros.
¿Y cuando en su escote redondo, en plena plaza Tiradentes —pensó ella moviendo la cabeza con incredulidad—, se había posado una mosca sobre su piel desnuda? Ay, qué malicia.


Había ciertas cosas buenas porque eran casi nauseabundas; el ruido como el de un ascensor en la sangre, mientras el hombre roncaba a su lado, los hijos gorditos durmiendo amontonados en la otra habitación, los pobres. ¡Ay, qué cosa me viene!, pensó desesperada. ¿Habría comido demasiado? ¡Ay, qué cosa me viene, santa madre mía!
Era la tristeza.


Los dedos del pie jugaron con la chinela. El piso no estaba demasiado limpio. Qué descuidada y perezosa me saliste. Mañana no, porque no estaría muy bien de las piernas. Pero pasado mañana habría que ver cómo estaría su casa; la restregaría con agua y jabón hasta arrancarle toda la suciedad, ¡toda!, ¡habría que ver su casa!, amenazó colérica. Ay, qué bien se sentía, qué áspera, como si todavía tuviese leche en las mamas, tan fuerte. Cuando el amigo del marido la vio tan bonita y gorda, de inmediato sintió respeto por ella. Y cuando ella se sentía avergonzada no sabía dónde tenía que fijar los ojos. Ay, qué tristeza. Qué habría de hacer. Sentada en el borde de la cama, pestañeaba con resignación. Qué bien se veía la luna en esas noches de verano. Se inclinó un poquito, desinteresada, resignada. La luna. Qué bien se veía. La luna alta y amarilla deslizándose por el cielo, pobrecita. Deslizándose, deslizándose... Alta, alta. La luna. Entonces la grosería explotó en súbito amor; perra, dijo riéndose.

domingo, 16 de junio de 2013

SOBRE EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER


EL CUBO DE LECTURA BPP

SOBRE EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER

 (15 DE NOVIEMBRE DE 2013)


La Colombia violenta irrumpe en algunas páginas de esta novela, una época de zozobra, el espejo de lo que somos, ¿cómo ignorarlo? La historia se repite incansablemente, estamos condenados, imposibilitados para olvidar. Juan Gabriel Vásquez, documenta de manera íntima y novelesca un pasado colombiano lúgubre. La búsqueda del pasado que complementa el presente de un personaje trastornado  a consecuencia de la muerte de un amigo. La pregunta de sí mismo se resuelve en parte a través de otros, la necesidad de volver al pasado infinidad de veces con el objetivo, con la necesidad de contar, de decir algo.

 
Lo simple, lo predecible aparece como conjetura, ¿será posible que lo que pensamos al inicio se convierta en el final? Juan Gabriel Vásquez, carece de un estilo característico, es decir, que lo diferencie de los demás, o mejor aún, ¿el parecerse a los otros es su estilo? Estas inquietudes llenan el aire. Acostumbrados a otros estilos, no hemos podido maravillarnos, sin embargo, hay momentos maravillosos en estas páginas, quisiéramos que fueran más, pero la vida nos niega ese placer por ahora. Este libro está cargado de un estilo impersonal, poco característico en este autor. Nos sumergimos en la sociedad bogotana con los detalles del libro, La Dorada, el calor y el frío que circundan estas dos ciudades, las gentes y sus costumbres… decidimos tomar una ducha y continuar la conversación luego…

 
Inmersos en el bullicio, transitamos descuidados frente a los ruidos que nos definen. Al escuchar los recuerdos fallecemos entre ellos, “en el fatigoso oficio de la memoria” p.244. Ese ruido nos impide ver a los otros, nos convertimos en seres egoístas, distantes, tanto, que ni los hijos importan, esos que en principio son extraños, pero que terminamos amando como si los conociéramos de toda la vida. Ruidos que rememoran momentos, personas, y  generan sosiego. Dos bolas de billar  al chocar, las tizas azules al frotarse sobre las puntas de cuero viejo invocan a Laverde; personaje enigmático, pero atrayente, como todo aquel que esconde su pasado e ignora a quienes intentan escrutarlo desvergonzadamente.

 
El ruido de las cosas nos inquieta, sucumbimos entre palabras y ficciones, nos preguntamos si todo esto es real o no. ¿Laverde es un personaje que caminó entre las paredes de la Candelaria? ¿O es únicamente ficción? ¿Quisiéramos preguntarle a Juan Gabriel V, si las cartas de Elena pertenecieron a alguien, a otra Elena…o a otra Maya que decidió quedarse cerca al Magdalena acompañada de miles de abejas y dudas “hoy no quiero dormir sola” diría Maya. Huyendo de nosotros mismos terminamos solos, o acaso Antonio no huye y por el contrario su búsqueda lo acerca aún más; pero cuando dos personas que huyen de si, se encuentran… ¿Para qué indagar por el padre que murió hace 20 años y que inesperadamente está vivo y luego está muerto? ¿Tantas mentiras, para qué, cuál es la verdad, o acaso no hay verdad? Maya se aferra a sus recuerdos, a las cartas de su madre, a las noticias de la muerte, a la cinta que une la vida y muerte de tres personas, unidos todos por el ruido de las cosas que caen, el miedo de saber que el avión no llegará a su destino.

 

Nos preocupa el tono, lo poco desparpajado para hablar sobre el narcotráfico, o acaso nos acostumbramos a los relatos exacerbados, a la sangre, a la muerte que aducimos a una época en que el ruido de las bombas nos desvelaba, o somos otros y queremos olvidar los muertos, el olor a carne quemada, el ruido de los niños llorando, de la mirada perdida, el miedo al ruido de las cosas.

 

¿Cuándo olvidamos querer a los otros? “Supe que nunca volvería a querer a nadie como quise a Leticia en ese instante, que nadie nunca  sería para mí lo que allí fue esa recién llegada, esa completa desconocida.” p. 65. ¿Cuándo nos volvimos egoístas, o siempre lo fuimos? Antón termina siendo para nosotros contradictorio, es el reflejo de lo que somos, ambivalentes, llenos de máscaras (las máscaras son necesarias, alguien comenta), creo que afuera hay personas que no llevan mascaras. Me gustan las máscaras de ojos grandes, que no tienen bocas, intento leer sus ojos e imaginar su voz, detrás de la máscara sin boca hay una voz, el ruido de la máscara me despierta y recuerdo que Antón tiene una cicatriz en su cuerpo que lo llena de miedo;  el padre de Laverde llevaba una en la cara, una máscara que no se puede quitar, mascara de dolor, recuerdo en que fallecemos.

lunes, 27 de mayo de 2013

SOBRE UNA VIDA ENTRE EL AMOR Y LOS SUEÑOS: ANDRES ESTEBAN CORREA


EL CUBO DE LECTURA BPP

SOBRE UNA VIDA ENTRE EL AMOR Y LOS SUEÑOS

 (25 DE MAYO DEL 2013)





“Al leer en voz alta, el poeta logra que el poema florezca” esta es una de las frases que lanzó Andrés Esteban Correa durante la tertulia del sábado. Ahora podemos entender un poco el porqué de la diferencia abismal cuando releemos el poema que tanto nos impactó, es otro ritmo, otra imagen.

 

PASTOR ANTEDILUVIANO

 Ebrio de visiones luminosas

como el profeta del mosto

navego por mares astrales

construyo torres con nuevos signos.


Cuando los grillos aconsejan mi noche

entiendo el canto de las palomas

desecho oscuros aleteos.

 Sobrecogedores arroyos rebosan dentro

de mí

con su universal lenguaje

mientras el sol abraza el nido de mi alma

preveo un diluvio de estrellas,


mis Mejores Deseos

 
Del oro sólo ambiciono su luz

De las campanas su amoroso tintineo

Del pájaro su vuelo

De la espuma su efervescencia
 

En el surco del viento busco las huellas

dejadas por la música

En el nido, la semilla de otros vuelos

En la tarde, una sombra de eternidad.

 

Andrés Esteban Correa Restrepo

 

¿Para qué escribir poesía? Si a uno le salen letreritos por todo el cuerpo, habrá que intentar solucionar este problema, pero lo que para algunos sería un peso inllevable, para él es su cotidianidad, la poesía lo busca desesperadamente, es un privilegiado, ya que las musas de casi todos están extraviadas, pero las de Esteban chocan constantemente entre sus dedos. Para ejemplificar esto escuchamos el poema “Manos” del libro Jornada de Luz.

 

MUJER

Alma de mi alma

Pájaro que aunque cruces otros puertos

renaces siempre en mi camino.
¡
Eva palpitante, surtidora de pliegues

de cristal,

esencia de los lares, habitante de

parcelas labradas con fervor.

Mariposa de alas tiernas, brasa en mi lecho

conjunción de los días, zanja en mi

aliento.

 Vestida de monja

en un pestañeo del cosmos te

desnudas.

Aprecias la manzana y la cereza

desdeñas

el ají y las frambuesas

 
De tus manos salen

millones de palomas que

con ellas vuelan.

Caminante de gotas rosas acompañada de

gatos pardos,

con tus senos ríes,

arrimas el océano a la tierra

sin tocar el agua,

cazas el ciervo sin tirar

la flecha

prendes el fuego sin cerillos

descifras la nube

sin mirar el cielo

tienes los cometas a los pies

de tu distancia.

 

Andrés Esteban Correa Restrepo

 
El tiempo inescrutable, termina por llevarse uno a uno los poemas que Andrés comparte durante la mañana, palabras, sentimientos y deseos se mezclan para generar un recuerdo, la sensación de haber trasegado años a través de las palabras, de la poesía que es y sigue siendo el pretexto para abandonar por momentos el mundo que nos pesa, que incomoda, y  poder entrar al sin tiempo, el lugar para el instante, el romanticismo, la contemplación.


jueves, 16 de mayo de 2013

HISTORIA DE UNA GAVIOTA Y EL GATO QUE LE ENSEÑO A VOLAR: LIBRO RECOMENDADO POR ANDRES ESTEBAN CORREA.


 
HISTORIA DE LA GAVIOTA Y DEL GATO QUE LE ENSEÑO A VOLAR
AUTOR: LUIS SEPÚLVEDA (Chile)






Esta es la simpática historia de un gato que vive en un puerto y cierto día recibe la sorpresa de un visitante inesperado. Este es nada menos que una gaviota que trata de sobrevivir después de haber sido contaminada con una atroz mancha de aceite.

Aunque la gaviota logra aterrizar en el balcón donde se encuentra el gato, poco después perece, no sin antes dejar un aún más inesperado regalo, un huevo. Poco antes de perecer el ave le hace prometer al gato que no sólo cuidará de su bebé sino que además le enseñará a volar.

Comprometido el gato, debe recurrir a sus compañeros del puerto, una barriada de inteligentes gatos callejeros, los cuales le ayudan no solo a empollar el huevo, sino también a enseñarle a volar. Esta última labor es la más difícil de todas, ya que el animalito se cree más gato que gaviota y no piensa que pueda, ni quiere volar.

Finalmente deben recurrir a la ayuda de un poeta, el cual gracias a su imaginación y lucidez, posibilita que la avecilla al fin pueda alzar el vuelo.
 

El final feliz de este animado cuento o pequeña novela, marca la enseñanza de un felino que nos da ejemplo con su espíritu de solidaridad, fidelidad a su palabra y deseo de ayudar a los además.  El cuento es una crítica a ese afán destructor del hombre que ha contaminado lo más esencial o sea el agua, en este caso el océano, con sus derrames de petróleo. El clima general de la obra es muy festivo y didáctico, los personajes animales tienen un bello carácter que nos da ejemplo de convivencia y gran sentido del humor

ANDRES ESTEBAN CORREA RESTREPO
Miembro del Cubo de Lectura

25 DE MAYO ENCUENTRO CON EL ESCRITOR ANDRÉS ESTEBAN CORREA


domingo, 14 de abril de 2013

DIORAMAS DEL ESCRITOR ANDRÉS FELIPE RESTREPO PALACIO




                              DIORAMAS DE ANDRÉS FELIPE RESTREPO PALACIO



  
Uno de los géneros literarios más llamativos para mí es el cuento, lo digo porque en unas cuantas páginas el escritor debe lograr acaparar la atención de quien lo lee y terminar una historia de tal modo que quienes la leen no logren escapar.

Los cuentos de Dioramas semejan sueños, esos que nos adentran en una especie de mundos paralelos donde lo extraño se apodera de la cotidianidad. “Juego con muñecas” es un buen ejemplo, el personaje principal se encuentra con dos mujeres en un cine, las acaba de dejar en su departamento, pero extrañamente  llegan antes que él al cine, y luego al bar donde para entrar hay que entregar una pequeña muñeca de juguete.

Otro cuento interesante es “Pesadilla”, para algunas mujeres es común ser visitadas en las noches por íncubos que no tienen otro deseo que la carne. Algunas se sorprenden en principio, pero terminan por acostumbrarse a esa presencia, que aunque babosa, les vende la farsa de que no están solas.

“La venganza de Jonás o Diorama de un Suicidio”, son cuentos que abordan la pregunta ontológica sobre el  pasado, la familia, los que nos rodean. Ignoramos muchas veces la historia de las personas que amamos, falsamente creemos que somos importantes en esas historias, pero estos cuentos van más allá, nos muestran cómo podemos dañar a los que amamos y peor aún, como la venganza puede ser una posible respuesta.

Andrés Felipe Restrepo, recoge una serie de cuentos que recuerdan a escritores como Julio Cortázar, Juan José Millás, al mismo Hemingway, escritores que han influenciado su trabajo y que como periodista se deja seducir por la ficción, para descansar un poco del realismo de la ciudad.


Sabías que:

Los dioramas son esas maquetas que hay en las salas de exposiciones que representan la realidad pero que por ser tan minuciosas se vuelven artificiales. El libro fue titulado así porque como los dioramas, cada uno de los cuentos tiene esa idea de alguien que quiere involucrar al otro en su realidad: de alguien que engaña y dispone todo un escenario para que el otro entre a formar parte de la historia que le quiere hacer creer.

















domingo, 7 de abril de 2013

TERTULIA: LA MUSICA QUE TANTO NOS GUSTA






EL CUBO DE LECTURA BPP
SOBRE LAS CANCIONES QUE MÁS NOS GUSTAN
 (23 DE MARZO DE 2013) 
EL PLACER QUE NO TIENE FIN 

Una vez más quisiera comparar a la literatura con la música. Quien escucha música para algo, no la escucha plenamente. Sólo lo hace quien la escucha por la pasión de hacerlo, porque la disfruta, porque la necesita, porque es parte de su vida escucharla. Además, como tanto se ha dicho, la música destruye el principio de que las cosas existen para ver un desenlace. Quien oiga música esperando un final, se habrá perdido la sustancia de cada instante. Porque la música es cada instante; aprender a oír música es aprender a reconciliarse con el paso del tiempo, amar lo que existe y huye, recibir lo que viene, para lo cual es necesario continuamente despedir lo que pasa. Yo diría que si bien hay muchos libros que nos dan su tesoro una vez y ya no reclaman de nosotros repetición alguna, los mejores libros son aquellos a los que siempre queremos volver, de los que no podemos decir que ya los conocemos, a los que siempre estamos conociendo.


Ese es uno de los misterios del arte, un misterio que el arte comparte con la naturaleza. Cuando alguien dice "ven, vamos a ver salir la luna llena", uno normalmente no responde "yo ya la vi salir el año anterior", uno corre a verla de nuevo como por primera vez. Y no decimos "yo ya vi el mar, ya vi las estrellas, ya vi el atardecer", volvemos a ver el mar, "que siempre recomienza", volvemos a la primera estrella como fuéramos el primer ser humano que la mira. Volver al atardecer, como decía Borges, como si el secreto intacto que arde en él por fin estuviera a punto de ser revelado. Así son el arte y la música y la literatura. Claro que es un goce ese libro que nos recomiendan, que no hemos leído y que empieza a perfilarse como una promesa. Pero tal vez los mejores libros son aquellos que, leídos muchas veces, siguen siendo una promesa para nosotros.

William Ospina.

Partiendo de esta verdad que nos propone William Ospina, nos tomamos el tiempo para recordar aquellas canciones que nos cuentan tantas cosas, pero que nos permiten al mismo tiempo recordar muchas otras. No hay una canción que nos guste y que no tengamos nada que contar sobre ella, de allí que los miembros del Cubo de Lectura este día pudimos conocer y reconocernos en las historias de los otros.

Rafael Mesa, quiso compartir la canción Costumbres, interpretada por Rocío Durcal, hermosa mujer, hermosa voz, hermosa letra que afianza la idea de que la costumbre se sobrepone al amor, u otras circunstancias.




Sandra Martínez, nos recuerda esas canciones que la han acompañado tantos años, Mecano fue muy importante en su juventud y esta canción que toca el tema de la infidelidad es vigente todo el tiempo.



Andrés Esteban, nos habla de cómo en Colombia existen tantos pueblos donde se diría el tiempo no transcurre, no es necesario soñar con algo diferente, porque la quietud los ha detenido en el tiempo, así es ahora y lo seguirá siendo. Pueblo Blanco dice de todo eso.



Yorledy Parra, nos introduce en una contradicción, Bailar Sin Movimiento, ¿será posible? Una canción que habla de ese que quiere seguir a tú lado, aunque ya no lo deseemos, acabar con esto es bien difícil.
Juliana Londoño, estudiante de matemáticas, tiene una mirada sobre el mundo que permite mirar desde una perspectiva alejada un poco de lo convencional. La poesía de la ciencia, y es que si hablamos de la relación entre música y poesía, también cabe la ciencia e incluso la visión poética de las matemáticas, Juliana nos recuerda que a veces nos acostumbramos solo a una manera de ver las cosas.



Para terminar esta compilación de canciones y su relación con la poesía, escuchemos a una de las grandes cantantes de México. Chavela Vargas.